lunes, 8 de febrero de 2010

LOS DÍAS VENCIDOS

8/2/2010 Edición Impresa

Uno de los nuestros



 Foto: TOÑO VEGA





Foto:TOÑOVEGA
JOAN BARRIL
Un juez le tiene manía a otro juez y de ese enfrentamiento se desprende la indefensión de la historia. Eso es lo que va a pasar con todos nosotros encarnados en el juez Garzón una vez en manos de su colega Varela y del Tribunal Supremo, ese tribunal que ha de dictaminar si Garzón cometió un delito de prevaricación y si, en consecuencia, se le va a apartar de su carrera durante muchos años. O sea, que un juez
–que es un ser humano– le tiene ojeriza a otro juez y se dispone a acabar con él aprovechando la denuncia de demócratas como Falange.
Ya saben de qué va el problema. Un sector por lo visto importante de la judicatura está dispuesto a acosar a Garzón hasta conseguir apartarlo del aparato judicial. Los golpes de Estado hoy ya no necesitan carros blindados ni generales sediciosos. Los golpes de Estado se hacen a plazos. Y esos jueces madrileños, constantemente mimados y ensalzados por cierta prensa, están dispuestos a despejar al tercer poder, el judicial, de personajes que no se presten a hacer de lacayos de los que algún día fueron poderosos y que continúan ejerciendo el poder en la sombra.
No voy a ser yo el que diga que Garzón es el juez perfecto. Su megalomanía le ha hecho cometer no pocos errores de proporción. No es un juez que practique precisamente la finezza. Garzón es un juez que primero condena y después juzga. Lo saben todos aquellos que fueron detenidos como cómplices de un inexistente terrorismo catalán por el mero hecho de figurar en las agendas más sospechosas, sin atender a que en Catalunya nos conocemos todos y los demócratas también nos llamamos y discutimos con gente que no necesariamente piensa como nosotros. No se trata tampoco de un juez discreto: la detención pública y televisada de los acusados por el caso Pretoria –del que, por cierto, todavía bien poco se sabe– demuestra que la eficacia judicial no necesita el escarnio y la alharaca del poder, aunque sea sobre aquellos que algún día lo ejercieron. Garzón es, en parte, responsable de esa personalización de la judicatura y de su ascensión a un estrellato mediático tan contradictorio con la institución jurídica.
Pero Garzón es también un hombre que, creyéndose providencial, ha tomado bajo su tutela el resarcimiento de los crímenes que han asolado a media humanidad. La detención de Pinochet, aplicando el tratado de reciprocidad con el Reino Unido, fue sin duda más eficaz que cien reuniones del Tribunal Penal Internacional. Los tiranos y los asesinos ya no podían vivir tranquilos si en algún lugar del planeta existían jueces como Garzón. En aquellos momentos hubo pinochetistas que afearon a Garzón que no se dedicara a los asuntos de su propio país y que no intentara buscar cuando menos los miles de cadáveres ocultos en cunetas y fosas comunes.
Eso es lo que hizo Garzón. Y ahora, vaya por dónde, unos ciudadanos que se manifiestan herederos de un pasado siniestro han encontrado en el juez Varela el argumento para llevar a Garzón al ostracismo. La ley de amnistía de 1977 que permitió salir de la cárcel a todos los presos del franquismo penados por delitos de opinión y de asociación ilícita se esgrime ahora como una ley –franquista, sin duda– que eximía también a los responsables de las matanzas. Entre una opinión en libertad y un piquete de fusilamiento hay algunas diferencias. Así lo entiende la gente. Pero corremos el riesgo de que Garzón caiga en desgracia por pretender encontrar la verdad de los muertos. Mal que nos pese, Garzón es uno de los nuestros.

elPeriódico.com

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